Nuestra relación está basada en la regla de “las tres ces”.
C de Cariño: esencia de todo.
C de Cinturón: disolvente de discrepancias.
C de Caña: eliminadora de disconformidades.
¿Cómo mola el cariño?, cariño.
Pipinkos
Primero pensé que era dominante, después que era sumiso y ahora, años después me siento orgulloso de poder decir que soy switch. ¿Jugamos?
sábado, 1 de junio de 2019
domingo, 19 de agosto de 2018
El Profesor Marston y La Mujer Maravilla
La verdad es que es sorprenderte hasta qué punto nos puede condicionar el título que se le dé a una película y en particular, la traducción que se haga de dicho título. Por eso, cuando supe de la existencia de “El Profesor Marston y La Mujer Maravilla”
(https://www.imdb.com/title/tt6133130/), mi condicionada asociación de ideas, la identificó inmediatamente como una película para adolescentes (Superwoman) y me limité a pasar de largo.
Sin embargo, en la última fiesta, @Horizon2018 me habló de ella y eso me hizo pensar que evidentemente algo se me había pasado inadvertido.
Esta tarde, en compañía de @mia_de_P he podido disfrutar de este largometraje y efectivamente puedo confirmar que estaba equivocado, lo que ha resultado en una memorable tarde de cine de verano.
Gracias Mía por todas estar tardes de cine tan interesantes que estamos teniendo.
viernes, 29 de diciembre de 2017
El mito del amito
Para gustos los colores y por supuesto que este refrán no iba a ser una excepción en lo que respecta al “Amo/a” ideal. Evidentemente el título hace referencia a la versión masculina de la dominación, porque me ha venido a pelo que “mito” rime con “amito”, pero por supuesto, que estas reflexiones son aplicables a ambos géneros.
Si te das un paseo por Fetlife o incluso por locales BDSM verás que la fauna es diversa y cada uno ejerce el papel que le gusta y en muchos casos ensalza la cualidad de la que carece. Puedes encontrar desde el modelo “amito del universo”, al “amito humilde” pasando por toda una colección de subgeneros. Pero realmente, ¿existe el amito perfecto o quizás es un mito?
Durante mucho tiempo pensé que ser un experto en todo tipo de técnicas de dominación era la clave para llegar a ser ese amito perfecto que en cierto modo tanto ansiaba. Investigaba y practicaba casi sin descanso para intentar llegar a esa quimera de la perfección. Sin embargo, un día conocí a una persona que si bien era un ingeniero del shibari, como me gusta decir, no tenía una pizca de empatía y su forma de atar era tremendamente aburrida, aunque eso sí técnicamente perfecta.
Luego llegaron ellas y me di cuenta de lo que representaba la belleza de las cuerdas dentro de un perfecto caos. Fue entonces cuando aprecié que lo importante no es ser maestro de nada, sino “disfrutante” de todo. Se trata de hacer las cosas con pasión porque no tiene sentido hacerlas de otra forma. A ellas les solían decir que su forma de atar era desordenada y caótica, pero lo cierto es que eran la prueba evidente de que sólo si dominas la técnica, puedes realmente dejar volar tu creatividad. Si conoces a la perfección las reglas del juego puedes saltártelas a tu antojo y ahí es donde está el encanto. No sólo se necesita técnica, sino actitud.
Y ahora que ya tenemos dos de las tres patas de mi breve reflexión sobre el mito del amito: ¿Cuál creéis que sería la tercera?
Una vez más para gustos los colores pero pienso que la tercera e indispensable cualidad que debería tener un dominante va asociada con la parafernalia, independientemente de hacia donde vaya orientada. Si lo tuyo son las cuerdas cuida y mima tus cuerdas. Si son los látigos, cuida y mima tus látigos. Si son las esposas, por favor, no uses unas con terciopelo rosa. Y si lo tuyo es el fetichismo, viste para matar.
Pero realmente lo importante no es que tengas técnica, actitud o parafernalia. Lo importante es que estén equilibradas y que ninguna de ellas brille por su ausencia, porque como se suele decir, una cadena es tan débil como el más débil de sus eslabones.
Si te das un paseo por Fetlife o incluso por locales BDSM verás que la fauna es diversa y cada uno ejerce el papel que le gusta y en muchos casos ensalza la cualidad de la que carece. Puedes encontrar desde el modelo “amito del universo”, al “amito humilde” pasando por toda una colección de subgeneros. Pero realmente, ¿existe el amito perfecto o quizás es un mito?
Durante mucho tiempo pensé que ser un experto en todo tipo de técnicas de dominación era la clave para llegar a ser ese amito perfecto que en cierto modo tanto ansiaba. Investigaba y practicaba casi sin descanso para intentar llegar a esa quimera de la perfección. Sin embargo, un día conocí a una persona que si bien era un ingeniero del shibari, como me gusta decir, no tenía una pizca de empatía y su forma de atar era tremendamente aburrida, aunque eso sí técnicamente perfecta.
Luego llegaron ellas y me di cuenta de lo que representaba la belleza de las cuerdas dentro de un perfecto caos. Fue entonces cuando aprecié que lo importante no es ser maestro de nada, sino “disfrutante” de todo. Se trata de hacer las cosas con pasión porque no tiene sentido hacerlas de otra forma. A ellas les solían decir que su forma de atar era desordenada y caótica, pero lo cierto es que eran la prueba evidente de que sólo si dominas la técnica, puedes realmente dejar volar tu creatividad. Si conoces a la perfección las reglas del juego puedes saltártelas a tu antojo y ahí es donde está el encanto. No sólo se necesita técnica, sino actitud.
Y ahora que ya tenemos dos de las tres patas de mi breve reflexión sobre el mito del amito: ¿Cuál creéis que sería la tercera?
Una vez más para gustos los colores pero pienso que la tercera e indispensable cualidad que debería tener un dominante va asociada con la parafernalia, independientemente de hacia donde vaya orientada. Si lo tuyo son las cuerdas cuida y mima tus cuerdas. Si son los látigos, cuida y mima tus látigos. Si son las esposas, por favor, no uses unas con terciopelo rosa. Y si lo tuyo es el fetichismo, viste para matar.
Pero realmente lo importante no es que tengas técnica, actitud o parafernalia. Lo importante es que estén equilibradas y que ninguna de ellas brille por su ausencia, porque como se suele decir, una cadena es tan débil como el más débil de sus eslabones.
lunes, 28 de noviembre de 2016
Viejo Verde
Era yo un chiquillo cuando oí por primera vez llamar a alguien “viejo verde”. No acertaba a comprender de dónde venía esa expresión pues, si bien el Señor Paco era claramente un “viejo”, yo no veía el verde por ningún lado. Y eso que me fijaba con detalle en su chaqueta, en sus zapatos, en su piel, en su pelo pero, ¡qué carajos!, era todo gris.
Un día le vi vestido de verde y creí que esa era la respuesta a mis dudas pero, por alguna extraña razón, nadie le llamaba viejo verde. Un décimo de navidad le había rejuvenecido, decolorado y hasta le felicitaban:
“Felicidades Paco, ¿qué vas a hacer con lo que te ha caído de ese décimo?”
De repente el viejo verde tenía más pretendientes que un servidor, lo cual no era difícil, todo hay que decirlo.
Un tiempo después oí a su mujer, Doña Penitencia, decir:
“Ya le vale a mi marido, mirar de reojo las tetas de silicona de la Bernarda, será viejo verde.”
Y volvió a montarse un tremendo lío en mi cabecita porque ya ni iba vestido de verde, ni le quedaba dinero pero, a pesar de todo le volvían a llamar viejo verde. Será que es lo mismo ser verde, que ser viejo, que tener dinero; pensé.
Por aquella época ya me gustaban las chicas del pueblo pero qué queréis que os diga, yo me las imaginaba encadenaditas todas ellas, siendo yo el héroe que tenía la llave de sus grilletes, que por cierto, no eran verdes. Un día, mientras dormía la siesta, se me ocurrió la genial idea de encadenar a mi hermana a la cama por un tobillo con la cadena de la bici y en cuanto despertó puso el grito en el cielo llamando desesperadamente a mi madre.
“Mamá, mamá, mira lo que ha hecho mi hermano. Menudo viejo verde va a ser como siga así, dile algo, dile algo, mamá.”
Ostras, pensé yo, encadenar a mi hermana me ha convertido en lo que era el Señor Paco, así que ahora me tocará la lotería y me compraré una bicicleta verde. Sin embargo, no hubo ni lotería, ni bicicleta y tan sólo recuerdo las dos bofetadas que me dieron tanto mi madre, como mi hermana con su beneplácito; lo que me hizo descubrir que había merecido la pena y que no me importaba demasiado que mis esclavas se rebelasen de vez en cuando. No sé que me había gustado más, si encadenar a mi hermana o recibir las bofetadas de dos bellas mujeres. Será que tengo alma switch pero, eso es otra historia.
Pasó el tiempo y descubrí que lo de ser un viejo verde no estaba tan mal, porque sin ser todavía viejo y sin ser verde, fue la época en la que di más besos con lengua de toda mi vida. Sin embargo, ahora que sí soy más viejo, ni beso con lengua a tantas chicas, ni voy de verde, con la excepción de la chaqueta que mi pareja me compró para mi cumpleaños.
Ahora que la menciono, recuerdo un día que paseábamos por el barrio y vi como ella se fijaba en un mozalbete de no más de 25 años y me di cuenta de que no sólo había viejos verdes como yo, sino viejas verdes como ella, que si bien no son tan descaradas como la versión masculina, al igual que las “meigas”, haberlas “hailas”.
¿Acaso tiene algo malo fijarse en la belleza de las jóvenes generaciones y soñar con verlas también encadenadas?
¿Acaso tú, fémina entrada en años, no eres tan vieja verde como yo porque fantaseas más con tener atado al nuevo Superman que al de toda la vida?
¿Acaso maestros y maestras del shibari, no os pone más una modelo veinteañera con curvas de vértigo que una septuagenaria llena de achaques?
¿Acaso no se os escapa una mirada lasciva cuando les veis vestidos de negro azotando a esa dulce señorita?
¿Qué queréis que os diga?, que yo he sido verde toda mi vida, por mucho que me gusten el rojo y el negro. Acabo de cumplir 50 años y supongo que ya tengo algo de viejo pero qué carajos, me siento más joven y verde que nunca.
A estas alturas he visto muchas cosas y os aseguro que conozco a unas cuantas viejas verdes y no dudo lo más mínimo que alguna de ellas echará una risotada al leer esto.
¿Quien se anima a montar conmigo una web que se llame www.viejosverdes.com?
¡Viva el color verde, aunque lo pintemos de negro!
Un día le vi vestido de verde y creí que esa era la respuesta a mis dudas pero, por alguna extraña razón, nadie le llamaba viejo verde. Un décimo de navidad le había rejuvenecido, decolorado y hasta le felicitaban:
“Felicidades Paco, ¿qué vas a hacer con lo que te ha caído de ese décimo?”
De repente el viejo verde tenía más pretendientes que un servidor, lo cual no era difícil, todo hay que decirlo.
Un tiempo después oí a su mujer, Doña Penitencia, decir:
“Ya le vale a mi marido, mirar de reojo las tetas de silicona de la Bernarda, será viejo verde.”
Y volvió a montarse un tremendo lío en mi cabecita porque ya ni iba vestido de verde, ni le quedaba dinero pero, a pesar de todo le volvían a llamar viejo verde. Será que es lo mismo ser verde, que ser viejo, que tener dinero; pensé.
Por aquella época ya me gustaban las chicas del pueblo pero qué queréis que os diga, yo me las imaginaba encadenaditas todas ellas, siendo yo el héroe que tenía la llave de sus grilletes, que por cierto, no eran verdes. Un día, mientras dormía la siesta, se me ocurrió la genial idea de encadenar a mi hermana a la cama por un tobillo con la cadena de la bici y en cuanto despertó puso el grito en el cielo llamando desesperadamente a mi madre.
“Mamá, mamá, mira lo que ha hecho mi hermano. Menudo viejo verde va a ser como siga así, dile algo, dile algo, mamá.”
Ostras, pensé yo, encadenar a mi hermana me ha convertido en lo que era el Señor Paco, así que ahora me tocará la lotería y me compraré una bicicleta verde. Sin embargo, no hubo ni lotería, ni bicicleta y tan sólo recuerdo las dos bofetadas que me dieron tanto mi madre, como mi hermana con su beneplácito; lo que me hizo descubrir que había merecido la pena y que no me importaba demasiado que mis esclavas se rebelasen de vez en cuando. No sé que me había gustado más, si encadenar a mi hermana o recibir las bofetadas de dos bellas mujeres. Será que tengo alma switch pero, eso es otra historia.
Pasó el tiempo y descubrí que lo de ser un viejo verde no estaba tan mal, porque sin ser todavía viejo y sin ser verde, fue la época en la que di más besos con lengua de toda mi vida. Sin embargo, ahora que sí soy más viejo, ni beso con lengua a tantas chicas, ni voy de verde, con la excepción de la chaqueta que mi pareja me compró para mi cumpleaños.
Ahora que la menciono, recuerdo un día que paseábamos por el barrio y vi como ella se fijaba en un mozalbete de no más de 25 años y me di cuenta de que no sólo había viejos verdes como yo, sino viejas verdes como ella, que si bien no son tan descaradas como la versión masculina, al igual que las “meigas”, haberlas “hailas”.
¿Acaso tiene algo malo fijarse en la belleza de las jóvenes generaciones y soñar con verlas también encadenadas?
¿Acaso tú, fémina entrada en años, no eres tan vieja verde como yo porque fantaseas más con tener atado al nuevo Superman que al de toda la vida?
¿Acaso maestros y maestras del shibari, no os pone más una modelo veinteañera con curvas de vértigo que una septuagenaria llena de achaques?
¿Acaso no se os escapa una mirada lasciva cuando les veis vestidos de negro azotando a esa dulce señorita?
¿Qué queréis que os diga?, que yo he sido verde toda mi vida, por mucho que me gusten el rojo y el negro. Acabo de cumplir 50 años y supongo que ya tengo algo de viejo pero qué carajos, me siento más joven y verde que nunca.
A estas alturas he visto muchas cosas y os aseguro que conozco a unas cuantas viejas verdes y no dudo lo más mínimo que alguna de ellas echará una risotada al leer esto.
¿Quien se anima a montar conmigo una web que se llame www.viejosverdes.com?
¡Viva el color verde, aunque lo pintemos de negro!
sábado, 21 de noviembre de 2015
Virus MaleDom o MachoGripe
Introducción
La gripe MaleDom o MachoGripe (virus Md010), también conocida como gripe de la dominación masculina, gripe master o gripe amito del universo; designa a una patología infeccioso vírica que afecta a los hombres dominantes, aunque tiene suficiente potencial para afectar a distintas especies de mamíferos, incluyendo a algunas sumisas expuestas de forma continuada.
Fue identificada por primera vez en una cueva neandertal, aunque algunos expertos consideran, que su aparición fue incluso anterior.
Las diferentes variantes del virus de la gripe MaleDom forman parte del género machitovirus A, de la familia chupamela y son virus segmentados, de cadena positiva. Esta familia incluye varios virus clasificados en tres tipos, A, B o C; basándose en el carácter antigénico de una pajaproteína interna. El tipo A es el único que provoca infecciones naturales en los dominantes exhibicionistas. El tipo B infecta de modo primario a los dominantes tímidos y, ocasionalmente el C, a sumisas expuestas de forma prolongada a alguna de las dos variantes anteriores.
Historia
La altamente patogénica gripe MaleDom fue inicialmente descrita hace aproximadamente 55.000 años. También fue conocida como la enfermedad de “acuatropataszorra”. Aunque otros investigadores, identifican a un dominante poco sapiens como responsable de la propagación del contagio. En su reservorio natural, los clubs de sado, la infección tiene generalmente un carácter asintomático, ya que los portadores no se suelen ni enterar de que están infectados.
La primera asociación del virus Md010 con alteraciones de la conducta fue descrita por la Doctora Yonotelachuponidecoña y se caracterizó con una alta tasa de prepotencia (hasta un 99%), alta incidencia de narcisismo (61%) e incluso casos que tuvieron que ser asistidos en unidades de castración (51%).
Todos los genes del virus Md010 son de origen “mimujeresunasanta”, preferente del tipo “ellanolosabe”, subtipo “poresobuscosumisa” sugiriendo que el Md010 había saltado la barrera intraespecífica matrimonial. La vigilancia serológica revela poca evidencia de transmisión a hombres sumisos, salvo en el caso de exposiciones excesivas.
Propagación
La gripe MaleDom o MachoGripe patógena es extremadamente contagiosa, con una elevada alteración de la conducta, que por lo tanto puede influir de un modo muy decisivo sobre la actitud de los contagiados con respecto a las personas que les rodean. Recientemente se ha descubierto su potencialidad de contagiar a la mujer sumisa en su variante C (simiamo)
Los clubs de sado, son el reservorio natural de la gripe MaleDom, siendo los dominantes de mayor edad, los más vulnerables al contagio.
El virus de la gripe MaleDom es capaz de conservar la viabilidad en el ambiente durante largos periodos de tiempo, especialmente cuando las temperaturas son bajas, aunque se sabe que no sobrevive a temperaturas superiores a los 40 °C ni inferiores a los 20 °C por lo que sobrevive adecuadamente en países cálidos.
El virus de la gripe MaleDom puede afectar a un gran número de especies de hombres dominantes, incluyendo diversas razas, tamaños de barriga, anticoeficientes intelectuales, etc ... Los hombres dominantes con una mayor susceptibilidad a la infección y, por lo tanto, a la aparición de la enfermedad, son los que se han sentido amitos del universo de forma rápida y/o prolongada. Es particularmente dañino en principiantes, que asumen como natural que todas las mujeres sean seres inferiores que se rinden a sus pies.
Una vez contagiado, el portador en cuestión suele presentar los siguientes síntomas:
Alteración de la conducta
Sensación de superioridad
Elevación de la mirada
Adición por el color negro
Prepotencia
Señorificación
Además, los síntomas pueden parecer como de una prepotencia común, con ignorancia, vulgaridad, garganta reseca, mialgias y dolor genital de tanto meneársela.
En los primeros focos que tuvieron lugar, se estableció que la transmisión del virus se produce por los siguientes medios:
Aerógena (vía aérea).
Latigógena (vía látigos)
Envidiógena (vía mi sumisa está más buena)
Transportógena (vía transporte de objetos contaminados)
Alucinógena (vía todo lo demás)
Un virus en constante mutación
A pesar de los años que se llevan investigando sus diferentes variantes, el virus de la gripe MaleDom tiene características únicas en cada uno de sus infectados. En algunos casos se han llegado a detectar mutaciones de personalidad que ante la falta de comentarios positivos de sus sumisas, les llevan a fingir ser esclavas adoradoras en diferentes foros, de modo que se “autoadoran”, particularmente como estrategia para fardar de que tienen cuatrocientas sumisas en su interminable cuadra.
Virulencia en aumento
En los últimos años se ha observado una fuerte explosión de los contagios debida en gran parte a la exposición de nuevos candidatos a portadores ya contagiados. Dichos contagios no sólo se han producido en clubs de sado, sino en ambientes más informales (sexshops, atascos, quedadas, cenas, etc…), donde la sola visión de un culo no poseído, causa un deseo irrefrenable de azotarlo.
Tratamiento
No existe un tratamiento específico ni una curación efectiva. Sin embargo, se ha observado que los pacientes mejoran en función del tiempo que llevan alejados de otros portadores y de las en cualquier caso, inexistentes sumisas.
Si bien cabría pensar que con la edad el índice de contaminación se reduce, estudios recientes sugieren que cuanto mayor sea la edad, resulta más difícil la curación.
Vacuna
Todavía en estado experimental, la vacuna de la gripe MaleDom está produciendo unos resultados óptimos en aquellos portadores que se esmeran atándose los cordones de sus zapatos, sin necesidad de proclamarse maestros de las cuerdas.
Las líneas de investigación incluyen: dejar crecer el pelo, no afeitarse, realizar tareas domésticas diversas, abrir puertas, conducir sin pito, inhabilitación del acceso a internet, prohibición de visitas a las esparterías, dosis de humildad y otros componentes, que buscan que el portador se de cuenta de que no todas las mujeres son sumisas, por mucho que esté convencido de ello.
Notas
La gripe MaleDom no debe confundirse con el virus FemDom de la gripe femenina que se describe en otro artículo.
Detección
Si crees estar contaminado por el virus de la gripe MaleDom, no compres más cuerdas, ni ropa negra, ni pantalones de cuero y; acude a tu centro sanitario intentando no babear si te atiende una enfermera.
lunes, 17 de septiembre de 2012
The IV Wicked Weekend
Una "esclavizante" experiencia
Dícese que todo lo que empieza termina y, terminar este
maravilloso y agotador fin de semana no podía ser una excepción por mucho que
el deseo de vivir una fantasía inagotable, una historia interminable, permanezca
en ese huequecito de nuestros corazones donde viven las fantasías. Si además,
uno ha podido ver la cara de satisfacción de los asistentes a tan singular
evento, la ecuación es casi perfecta por muy esclavizante que haya sido
participar como “staff”, en el primer evento de estas características que se
celebra en España, dedicado exclusivamente a la dominación femenina.
Ha pasado mucho tiempo desde que empezó a gestarse la idea y
el esfuerzo, por parte de varias personas ha sido inmensurable pero, la sensación
del trabajo bien hecho, me hace sentir feliz, porque por primera vez ha sido
posible replicar el concepto OWK en mi país, aunque haya sido a una escala
mucho menor.
Fui asiduo visitante del OWK y otros sitios similares pero
como tal, nunca había llegado a percibir hasta que punto es laborioso conseguir
que todos los engranajes de la maquinaria funcionen para el deleite de los
asistentes, incluyendo tanto a las de arriba como a los de abajo.
El viernes fue un día muy largo pues si bien organizar un
evento de este calibre había llevado mucho tiempo, era el día D y ya no había
vuelta atrás. Armados con todo lo necesario para hacer de este fin de semana
algo inolvidable, partimos hacia
nuestro destino a primera hora de la mañana. Creedme si os digo, que llevar
jaulas, cepos, látigos, esposas, ropa, comida, bebida, e infinidad de otros
objetos para celebrar un evento tan especial en un bosque no es nada fácil.
Sabía lo que implicaba organizar un evento en un “nuestra casa fetteratiana”
pero, trasladar parte de Fetterati y su esencia a una mansión en mitad de la
sierra, es arena de otro costal.
El resto del fin de semana, problemas incluidos, fue como la
seda y pudimos apreciar hasta que punto el trabajo previamente hecho había
merecido la pena. Hubo momentos gloriosos que permanecerán por largo tiempo en
mi memoria. Hubo momentos tremendamente complicados, “organizativamente
hablando”, que es mejor olvidar pero, el resultado ha sido tan espectacular que
uno no puede sino mirar al futuro con el deseo de repetir tan peculiar
experiencia.
Mi primer agradecimiento es y lo será siempre para quien me
acompaña y, a quien acompaño, en este largo viaje que es intentar poner nuestro
granito de arena para cambiar la situación del BDSM en este país, intentando
equipararla al resto de los países civilizadamente bedesemeros. No hace falta
que diga el nombre porque, su nombre ya viene escrito en mis palabras.
Mi segundo agradecimiento es para mi compañero de cocina, de
transporte, de avituallamiento, de todo lo demás. Esa persona sin la que este
evento y probablemente Fetterati, simplemente no hubiese existido y a la que
tanto tenemos que agradecer, aunque casi siempre se quede en la sombra.
Mi tercer agradecimiento es para un amigo que ha sido el
apoyo necesario para que todo funcionase a la perfección.
Mi cuarto agradecimiento es, por supuesto, para los
asistentes que han confiado en nosotros e incluso han venido de muy lejos
sabiendo que una sonrisa de satisfacción les acompañaría en su viaje de regreso
a casa.
Y puesto que lo mejor siempre se deja para el final, mi
último agradecimiento es, como no podría ser de otra forma, para las 5 damas
que han hecho posible el Wicked Weekend y en especial para una de ellas que
guardará siempre la llave de mi rebelde sumisión.
Gracias de todo corazón.
martes, 14 de agosto de 2012
La Asimetría de las Magnolias
Hace unos cuantos años tuve la oportunidad de pasar un tiempo Madame Kyra, una excepcional mujer, con la que viví alguna inolvidable experiencia.
Un día, cometí el maravilloso error de contarle a a mi querida Amanda Manara una de esas aventuras y el resultado, de la mano de su pluma, fué este.
Cualquier parecido con la realidad NO es pura coincidencia.
La Asimetría de las Magnolias
Dentro del maletero del coche. Esposado de pies y manos, una bola en la boca y con una máscara que me cubre el rostro. Estoy muerto de miedo. Un miedo que se expande, crece, me arranca lágrimas, me estremece, me derrota. Sin darme cuenta, acabo de mearme encima. Un líquido caliente me moja los pantalones, se escurre hasta la moqueta y lo empapa todo. Algo parecido a la locura se instala en mis neuronas. Estoy perdido, solo y abandonado a ella. De pronto, como si una mano gigantesca apartase el miedo, un rayo de deseo invade este espacio donde yazco, pequeño y oscuro. Noto cómo una erección salvaje, primitiva, se va apoderando de mí. Algo enorme que va creciendo. Ella conduce deprisa, sin preocuparse de mí. En cada curva me golpeo contra las paredes. Da muchas curvas. Cada movimiento del coche me arrastra más lejos. Acerco mis manos, esposadas, hasta mi sexo y el contacto del metal con mi polla inmensa me hace estallar. Un orgasmo largo que me rompe, aúllo dentro de la máscara negra. Tiemblo. Sudo. Empapado en orina y semen. Algo muy parecido al nirvana va ocupando un lugar en cada una de mis células. Pierdo la noción del tiempo. El espacio ha desaparecido. Vuelvo a mi infancia, a aquella alacena oscura donde me escondía de mi madre. Aquel espacio, como un útero enorme cargado de olores incitantes, acurrucado al fondo, en el espacio más oscuro. Esperando que algún sonido me delatase. Esperando la aparición de esas manos que me azotarían con la suela de la zapatilla, para salir corriendo hacia mi cuarto y disfrutar esa sensación. Tenía cinco años, nunca lo olvidaré, la primera vez que me escondí en la despensa.
Tengo frío, no sé cuanto tiempo llevo aquí metido. Como un bucle de tiempo, me veo bajar del taxi, frente al número tres de Joaquimstrasse. El corazón me cabalga con furia. Sí, no hay error, aquí está el parking que busco. Estoy tan nervioso que no encuentro la entrada de peatones del aparcamiento. Doy una vuelta por la acera, y decido entrar por el acceso de coches. Un conductor rubio y enorme me dirige una mirada reprobatoria. Los alemanes son así de perfectos. Entrada de vehículos. Y soy un peatón. Espero que no se note el ansia que me guía. La oscuridad del interior me tranquiliza. Busco la plaza que me han indicado. Tengo miedo. Una masa viscosa parece haberse apoderado de mis neuronas, incapaces de pensar con claridad. Al fin lo veo, la plaza cuarenta y nueve. Coloco el pie izquierdo sobre la línea que forma el cuatro, y el derecho ajustado al borde del número nueve. Las piernas ligeramente abiertas. Cuarenta y nueve. Dos números pintados en el suelo, de color amarillo, y de frente la pared, blanca. Es todo lo que puedo ver. Los nervios al borde del precipicio, el estómago convertido en un amasijo que se retuerce y me oprime el pecho. Una amarga desazón se ha apoderado de mí desde que bajé del avión. Colócate de frente a la pared en la plaza número cuarenta y nueve. No mires hacia atrás ni una sola vez o todo habrá terminado. Ese el mensaje que pude leer cuando descendí del avión en esta ciudad que no conozco. Escucho moverse un coche, las ruedas emiten un lamento como de animal herido sobre este pavimento pulido y húmedo. Se aleja. Respiro de nuevo. Algo muy parecido al arrepentimiento comienza a surgir desde el fondo, amagando con invadirme. Pienso en positivo, no me dejo llevar por esa sensación. Llevo meses esperando este momento, ahora hay que aguantar, esperar. Pienso en su voz, pétalo de magnolia, y me olvido de donde estoy. Estoy en sus manos, absolutamente. Puede ocurrir cualquier cosa. Con los ojos cerrados y todos los sentidos alerta, escucho los sonidos lejanos de coches que se mueven. Un edificio de oficinas en el centro de Hannover, impersonal. Miro el reloj, llevo casi veinte minutos aquí parado, de pie, esperando. Ella puede venir cuando quiera, en cualquier momento, dentro de dos horas o de cinco. Son sus condiciones y yo las he aceptado. Las he firmado incluso. Soy enteramente suyo, puede hacer conmigo lo que quiera. La he soñado tantas veces que algo comienza a removerse dentro de mí. El miedo ha crecido, ahora inunda cada rincón. Debo estar loco, ¿qué demonios hago aquí, en una ciudad que no conozco, en un país que no es el mío? Y el fortunón que he pagado por ello. Trato de quitarme esa idea de la cabeza. Estoy aquí porque yo lo he elegido. El sonido de un coche va creciendo hasta acercarse hasta esta plaza donde estoy. Siento que me voy desmayar. El coche se detiene justo a mis espaldas. Mis piernas se doblan, casi hasta caer, tengo que hacer un esfuerzo inmenso por mantenerme en pie. Se abre la puerta, produce un sonido compacto, de coche caro, grande. El motor sigue encendido. El sonido sordo y rítmico del motor es lo único que es escucha. De pronto, unos tacones taladran el aire. Es ella. Lo sé, lo siento en el aire, moléculas de perfume se han esparcido a mi alrededor. Se acerca a mí. Tiemblo. Buen chico, escucho su voz, por primera vez junto a mi oído. Pronuncia un no te muevas, que me azota como un látigo. Una bola se instala en mi boca, mi nuca se estremece al contacto con un material suave y frío. Una capucha. Ahora cubre toda mi cara. Algo se rompe dentro de mí, como un girón de nubes que se abre dejando ver un cielo limpio. Se ha roto el miedo, entre sus fibras abiertas comienza a aparecer el deseo. Ahora unas esposas. El mundo se ha constreñido a su olor, a su voz. Me dirige con mano firme hasta el coche, que ronronea a un par de metros. Un click y algo que se abre. Me guía con sus manos hasta dentro del maletero. Es grande, estoy casi cómodo. Entonces me esposa los pies. Luego, de golpe, cierra el portón del maletero y escucho su taconeo. Arranca deprisa, rechinando las ruedas en el cemento del parking. Ya estoy. Ya soy suyo.
El sonido seco del coche al detenerse me hace volver a la realidad. El familiar taconeo se acerca hasta el maletero. Lo abre. Me quita las esposas de los pies. La voz de pétalo de magnolia me ordena salir. Estoy entumecido por la postura casi fetal que he adoptado. Entumecido, húmedo y ciego. La máscara cubre mi rostro. Consigo ponerme en pie. Unas manos se ciñen en mi cuello y siento cómo me colocan un collar. Luego el familiar sonido de una cadena enganchada al collar y un ligero tirón. Su voz me azota como un látigo, ahora entiendo bien su nombre, Miss Knute. Me insulta, me llama perro, sucio, gusano de mierda. Me hace salir del maletero con un fuerte tirón de la cadena. Una vez de pie en el suelo, me da dos bofetadas, mientras pronuncia insultos que no soy capaz de traducir. Luego, tira del collar y enganchado a su mano firme recorro a oscuras un pasillo hasta llegar a una habitación con ecos fríos, como metálicos. Entonces me ordena sentar. Siento el tacto frío del asiento, la humedad de mi ropa me pesa y el olor de mis propios líquidos se ha pegado a mi nariz. Me quita las esposas de las manos. Me duelen. Me froto las muñecas. Alivia. Desnúdate, escucho de nuevo su voz. Tiemblo al desabrochar los botones de la chaqueta, los dedos se me enganchan, torpes. Deja la ropa caer al suelo, esclavo, escucho su voz como una amenaza. Noto la chaqueta dura y mojada por el lado derecho sobre el que he estado tendido, como una costra. Luego la corbata. La camisa. Me agacho para quitarme los zapatos y los calcetines. Lo dejo todo en el suelo. Un frío de hielo se instala en la planta de mis pies. Me quito el cinturón y el pantalón, sucio, mojado, maloliente. Los slips empapados.
Una cascada de agua helada cae desde algún lugar en lo alto. Me empapa. Tiemblo de frío y de miedo. El agua escurre sobre mi piel. De pronto la cascada de hielo se detiene. Siento caer las gotas de agua desde la argolla del collar. Aterrizan sobre mi estómago y se deslizan, creando pequeños riachuelos de lluvia que se arremolinan a mis pies. Vuelve a colocar la cadena en mi collar y me arrastra, desnudo y mojado. Un largo pasillo, con ecos de alfombras, y el sonido de una puerta que se abre. Escucho de nuevo la voz de magnolia, suave como un pétalo, ordenándome acercarme a sus pies. A cuatro patas, mi cuello ceñido por la cadena, me acerco a los pies de mi diosa. A mi secuestradora. A mi ama. A mi sueño. Un estremecimiento, como una corriente que me abrasa, me recorre la espalda. Siento como una erección va creciendo entre mis piernas. Siento mi polla emerger entre ellas como un animal hambriento. De pronto un puntapié sobre mis testículos me hace detenerme. Un dolor intenso me paraliza. Quieto, gusano, y su voz pierda la suavidad y se convierte en corteza, en rama dura. Espero, a sus pies, a cuatro patas sobre el suelo helado, sin moverme. Así es como quería verte, esclavo, y su voz de magnolia me llega desde arriba como una torre inaccesible. Un golpe de fusta cae, de pronto, sobre mis nalgas desnudas. Suave al principio, rítmicamente. De pronto aumenta el ritmo y la intensidad. Me duele. Noto mi piel enrojecida. Unas manos enguantadas me acarician las nalgas. Mi excitación crece y se multiplica. Sigue azotándome, sin pausas, con maestría. Un flujo de semen, como magma caliente, va creciendo en mi interior. De pronto, siento como unas manos me cogen por los testículos y aprietan. Dolor. Mucho dolor. La excitación baja y se cae. El magma se ha detenido en alguna fisura. La fusta vuelve a caer pausada sobre mis nalgas, percibo un aroma a sexo húmedo a mi alrededor. Un sexo de mujer. La fusta cae de nuevo sobre mi piel, me lacera, mientras el magma ha vuelto a crecer, mi polla va a romperse de placer. Me envuelvo en ese olor penetrante y ritmo de los golpes aumenta. Se detiene de golpe, unas manos me acarician los glúteos, la espalda.
Percibo un taconeo sordo desplazándose sobre una alfombra. Luego una llave que gira. Una puerta que se abre. Un sonido metálico y un click. De nuevo el taconeo. Ahora vas llevar un cinturón de castidad, para que no hagas guarradas, mi siervo. Siento miedo y excitación, todo a la vez. De pie, gusano, escucho y me incorporo como un resorte. Un objeto metálico envuelve ahora mis testículos, mi polla, casi flácida. Mi trampa.
Miss Knutt toma de nuevo mi cadena y me lleva por el pasillo, a cuatro patas de nuevo. Una puerta que se abre, parada, unas llaves que se agitan. Una puerta metálica que chirría un poco al abrirse. Adentro de la jaula, esclavo, pronunciado como un latigazo. Extiendo los brazos y noto el frío de los barrotes. Una mano desprende la correa de mi collar, y luego el sonido de puerta al cerrarse. Ya estoy dentro. Solo, a oscuras y con el cinturón puesto, ni siquiera puedo excitarme. Intento dormir un poco. Sé que la noche va a ser larga, pero me gusta. Me gusta estar así, atado, recluído y a oscuras. Saber que no puedo excitarme, por ese pinchazo que me taladra los testículos y araña mi glande, me hace enloquecer. Dejo de pensar, me relajo, imagino un bosque en otoño, un arroyo que desciende la montaña, un cielo azul salpicado de nubes. Respiro profundamente, y sigo paseando mi particular bosque, de pronto estoy paseando por la superficie pulida de su pecho, de su cintura, por la puntera de sus botas. ¡Uf! Dejo de pensar en eso, el dolor es demasiado intenso. Y aún así, me gusta.
Un grito me despierta en la oscuridad. He debido quedarme dormido. Oigo voces masculinas, eso no me gusta. Ordenan, gritan, luego se instala de nuevo el silencio. Minutos después, el taconeo rítmico de Miss Knutt, mi diosa, vuelve a llenar el espacio. Una pequeña luz se filtra entre las costuras de mi máscara mientras siento los pasos acercarse hasta mi jaula. Sonido de llaves, percibo su perfume al acercarse. ¡Sal de ahí, perro!, truena su voz, como doblándose sobre mí. Salgo y me mantengo a cuatro patas sobre el suelo. Mi diosa, entonces, me acaricia la espalda, las nalgas, los hombros. Hay ternura en esas manos. Me abandono a ellas. Noto como la piel se me eriza, y de pronto, un chorro de orina se escapa de mi cuerpo, contra mi voluntad, y cae al suelo. No puedo parar. Siento cómo un charco se va formando a mi alrededor. Mis rodillas se mojan con ese líquido caliente. Disfruto esos segundos, la mejor meada de mi vida. Y de pronto, ¡zas! un latigazo me recorre. Sin palabras. Siento caer sobre mi espalda las tiras de cuero, el sonido de serpiente que hiende el aire y va a caer justo entre mis nalgas. El dolor es como una picazón, como una avispa gigantesca que se hubiese instalado entre mis muslos. Me excito de nuevo. El cinturón cumple con su misión y me hiere. Voy a morir de dolor, mi polla protesta, casi la escucho gritar. El aire vuelve a gemir, y la punta del látigo vuelve a caer sobre mi espalda. Una vez y otra, y otra más. El sonido metálico de la correa, que vuelve a engancharse en mi collar. No necesita decir nada, ella tira de mi correa y yo la sigo. Percibo la tensión de la cadena, apenas a un palmo de sus manos. La sigo como un perro a su dueño. Me conduce a una sala donde huele a humedad.
Estoy en la ducha, de nuevo. Ella, entonces, me quita la capucha. Me cuesta abrir los ojos y acostumbrarme a esa claridad que nace del techo. Parpadeo varias veces hasta que mis ojos se acostumbran a la luz. Fulgurante, cenital, intensa. Giro la cabeza y la veo. Al fin. Paseo mi mirada hipnotizada por su cuerpo, sus ojos, su boca. Mi diosa es morena, alta, delgada y con unos ojos de iceberg que me hechizan. Bien elegido el nombre, pienso mientras me acostumbro a la luz. Deslizo la mirada sobre su cuerpo embutido en látex negro, una falda muy corta que deja entrever, a través de unas braguitas de encaje, un sexo depilado, rosado y cálido. De nuevo una erección comienza a apuntar. Ella lo nota y una mano enguantada aterriza sobre mi cara con una bofetada que se escucha por toda la habitación y que palpita en mis oídos con un picor sordo y agudo. No te excites, gusano, y su voz me llena la boca de un sabor amargo. En su muñeca luce una pulsera de plata, con una llave. El agua vuelve a caer sobre mi cuerpo. Esta vez más caliente, casi me quema. Un picor intenso en las zonas castigadas por el látigo. Me seca, con mimo, como haría una madre con su hijo después de una buena reprimenda. Vuelve a colocarme la cadena. Ahora ya estás listo para seguir jugando, perro, y camino sobre el suelo, desnudo y a cuatro patas, mis ojos engarzados en los tacones negros de mi carcelera. Abre la puerta y entro en otro universo. Bajo una luz tenue, adivino al fondo de la sala un trono, elevado sobre el suelo. Cubierto de terciopelo negro, con un enorme respaldo. Túmbate en el suelo, restalla la voz de magnolia embravecida. Me pego al suelo, sobre la alfombra mullida. Cierro los ojos y espero, en silencio. Escucho los latidos espantados de mi corazón. Con la punta de la fusta colocada debajo de mi barbilla, va levantando mi cabeza a su voluntad. Entonces la contemplo, majestuosa, divina, sentada en su trono como una diosa. Los labios rojos, el cabello cayendo indolente sobre sus hombros. El corsé aprisionando su cintura de junco, sus pechos rebosando, espléndidos, y ofrecidos a mis ojos. Y sus botas, negras, brillantes. Tengo una erección proporcional al influjo de su presencia. De pie sobre la plataforma del trono, inmensa y adorable, comienza a azotarme con la fusta. Enloquezco de placer, no dejo de mirar sus ojos, que desbordan un brillo de supernova. Y mi erección vuelve a crecer, me arranca lágrimas. Los ojos al suelo, ordena con esa voz que me cautiva. Adivino los suyos clavados en mi glande. Baja del escalón y me rodea. Sus manos, enguantadas en látex, me acarician las nalgas, los testículos. No puedo más, cierro los ojos y un orgasmo salvaje me inunda.
Vuelvo a la realidad al escuchar su voz. Es tarde, tienes que marcharte. Pero quiero que te lleves de vuelta un regalo especial, dice mi señora. Tiemblo de excitación, imagino mil escenarios distintos, deseo probarlos todos, acercarme a todos. ¡De rodillas hasta que yo te ordene otra cosa, perro!, ordena mi señora y yo obedezco.
Trae una caja. La abre y saca un pequeño strap, de goma, negro. Con una anilla en el extremo. Me lo enseña, y su mirada ya lo dice todo. Lo unta de lubricante y lo introduce, de golpe, hasta lo más profundo de mi culo. Aullaría de dolor, si me atreviese. Y de pronto, lo mueve desde fuera ayudada por la anilla. Aullaría de placer. Coge una cuerda de yute. Me ordena ponerme de pie, por primera vez en horas, no sé cuantas. Las rodillas, doloridas, me sostienen a duras penas. Sus manos, ahora sin guantes, enlazan la cuerda en la anilla que sobresale entre mis nalgas y va anudando mi cintura, mis muslos, entorno a ese anclaje colocado en mi culo. Una karada que va ciñéndome, provocándome oleadas de placer al sentir el roce de la cuerda sobre mi piel, y sus manos, rodeándome. Luego se retira un poco y me contempla. Perfecto, ya puedes volver a casa, escucho su voz de pétalo suave de magnolia a mi espalda.
Me contemplo, disfruto de los nudos, de la visión de mi cuerpo enredado en esa cuerda que han puesto sus manos. Tendrás que volver a España con eso puesto; a la oficina, y no te lo quitarás hasta que yo te lo ordene. Recibirás mi llamada. Hay una pizca de diversión, de picardía, en su voz. Sí, mi ama. Esperaré por tu voz, le digo.
Sentado en un asiento de pasillo en el avión de vuelta a casa, recuerdo las horas que han pasado en su presencia, mi sueño, al fin hecho realidad. Vuelvo a excitarme. Una azafata se coloca a mi lado y me ofrece algo de beber. La miro, tan insulsa, tan muñeca, y pienso en mi ama, en su voz de pétalos de magnolia, en la casi imperceptible cojera que sólo he apreciado al marcharme. Una oleada de placer, me recorre de nuevo. Sé que he mojado mis pantalones, mi preciosa karada se pegará a mi piel. Hasta que ella me llame.
La azafata, creyéndose depositaria de aquella mirada de placer, sonríe y me mira con desprecio. ¡Si ella supìera!
Un día, cometí el maravilloso error de contarle a a mi querida Amanda Manara una de esas aventuras y el resultado, de la mano de su pluma, fué este.
Cualquier parecido con la realidad NO es pura coincidencia.
La Asimetría de las Magnolias
Dentro del maletero del coche. Esposado de pies y manos, una bola en la boca y con una máscara que me cubre el rostro. Estoy muerto de miedo. Un miedo que se expande, crece, me arranca lágrimas, me estremece, me derrota. Sin darme cuenta, acabo de mearme encima. Un líquido caliente me moja los pantalones, se escurre hasta la moqueta y lo empapa todo. Algo parecido a la locura se instala en mis neuronas. Estoy perdido, solo y abandonado a ella. De pronto, como si una mano gigantesca apartase el miedo, un rayo de deseo invade este espacio donde yazco, pequeño y oscuro. Noto cómo una erección salvaje, primitiva, se va apoderando de mí. Algo enorme que va creciendo. Ella conduce deprisa, sin preocuparse de mí. En cada curva me golpeo contra las paredes. Da muchas curvas. Cada movimiento del coche me arrastra más lejos. Acerco mis manos, esposadas, hasta mi sexo y el contacto del metal con mi polla inmensa me hace estallar. Un orgasmo largo que me rompe, aúllo dentro de la máscara negra. Tiemblo. Sudo. Empapado en orina y semen. Algo muy parecido al nirvana va ocupando un lugar en cada una de mis células. Pierdo la noción del tiempo. El espacio ha desaparecido. Vuelvo a mi infancia, a aquella alacena oscura donde me escondía de mi madre. Aquel espacio, como un útero enorme cargado de olores incitantes, acurrucado al fondo, en el espacio más oscuro. Esperando que algún sonido me delatase. Esperando la aparición de esas manos que me azotarían con la suela de la zapatilla, para salir corriendo hacia mi cuarto y disfrutar esa sensación. Tenía cinco años, nunca lo olvidaré, la primera vez que me escondí en la despensa.
Tengo frío, no sé cuanto tiempo llevo aquí metido. Como un bucle de tiempo, me veo bajar del taxi, frente al número tres de Joaquimstrasse. El corazón me cabalga con furia. Sí, no hay error, aquí está el parking que busco. Estoy tan nervioso que no encuentro la entrada de peatones del aparcamiento. Doy una vuelta por la acera, y decido entrar por el acceso de coches. Un conductor rubio y enorme me dirige una mirada reprobatoria. Los alemanes son así de perfectos. Entrada de vehículos. Y soy un peatón. Espero que no se note el ansia que me guía. La oscuridad del interior me tranquiliza. Busco la plaza que me han indicado. Tengo miedo. Una masa viscosa parece haberse apoderado de mis neuronas, incapaces de pensar con claridad. Al fin lo veo, la plaza cuarenta y nueve. Coloco el pie izquierdo sobre la línea que forma el cuatro, y el derecho ajustado al borde del número nueve. Las piernas ligeramente abiertas. Cuarenta y nueve. Dos números pintados en el suelo, de color amarillo, y de frente la pared, blanca. Es todo lo que puedo ver. Los nervios al borde del precipicio, el estómago convertido en un amasijo que se retuerce y me oprime el pecho. Una amarga desazón se ha apoderado de mí desde que bajé del avión. Colócate de frente a la pared en la plaza número cuarenta y nueve. No mires hacia atrás ni una sola vez o todo habrá terminado. Ese el mensaje que pude leer cuando descendí del avión en esta ciudad que no conozco. Escucho moverse un coche, las ruedas emiten un lamento como de animal herido sobre este pavimento pulido y húmedo. Se aleja. Respiro de nuevo. Algo muy parecido al arrepentimiento comienza a surgir desde el fondo, amagando con invadirme. Pienso en positivo, no me dejo llevar por esa sensación. Llevo meses esperando este momento, ahora hay que aguantar, esperar. Pienso en su voz, pétalo de magnolia, y me olvido de donde estoy. Estoy en sus manos, absolutamente. Puede ocurrir cualquier cosa. Con los ojos cerrados y todos los sentidos alerta, escucho los sonidos lejanos de coches que se mueven. Un edificio de oficinas en el centro de Hannover, impersonal. Miro el reloj, llevo casi veinte minutos aquí parado, de pie, esperando. Ella puede venir cuando quiera, en cualquier momento, dentro de dos horas o de cinco. Son sus condiciones y yo las he aceptado. Las he firmado incluso. Soy enteramente suyo, puede hacer conmigo lo que quiera. La he soñado tantas veces que algo comienza a removerse dentro de mí. El miedo ha crecido, ahora inunda cada rincón. Debo estar loco, ¿qué demonios hago aquí, en una ciudad que no conozco, en un país que no es el mío? Y el fortunón que he pagado por ello. Trato de quitarme esa idea de la cabeza. Estoy aquí porque yo lo he elegido. El sonido de un coche va creciendo hasta acercarse hasta esta plaza donde estoy. Siento que me voy desmayar. El coche se detiene justo a mis espaldas. Mis piernas se doblan, casi hasta caer, tengo que hacer un esfuerzo inmenso por mantenerme en pie. Se abre la puerta, produce un sonido compacto, de coche caro, grande. El motor sigue encendido. El sonido sordo y rítmico del motor es lo único que es escucha. De pronto, unos tacones taladran el aire. Es ella. Lo sé, lo siento en el aire, moléculas de perfume se han esparcido a mi alrededor. Se acerca a mí. Tiemblo. Buen chico, escucho su voz, por primera vez junto a mi oído. Pronuncia un no te muevas, que me azota como un látigo. Una bola se instala en mi boca, mi nuca se estremece al contacto con un material suave y frío. Una capucha. Ahora cubre toda mi cara. Algo se rompe dentro de mí, como un girón de nubes que se abre dejando ver un cielo limpio. Se ha roto el miedo, entre sus fibras abiertas comienza a aparecer el deseo. Ahora unas esposas. El mundo se ha constreñido a su olor, a su voz. Me dirige con mano firme hasta el coche, que ronronea a un par de metros. Un click y algo que se abre. Me guía con sus manos hasta dentro del maletero. Es grande, estoy casi cómodo. Entonces me esposa los pies. Luego, de golpe, cierra el portón del maletero y escucho su taconeo. Arranca deprisa, rechinando las ruedas en el cemento del parking. Ya estoy. Ya soy suyo.
El sonido seco del coche al detenerse me hace volver a la realidad. El familiar taconeo se acerca hasta el maletero. Lo abre. Me quita las esposas de los pies. La voz de pétalo de magnolia me ordena salir. Estoy entumecido por la postura casi fetal que he adoptado. Entumecido, húmedo y ciego. La máscara cubre mi rostro. Consigo ponerme en pie. Unas manos se ciñen en mi cuello y siento cómo me colocan un collar. Luego el familiar sonido de una cadena enganchada al collar y un ligero tirón. Su voz me azota como un látigo, ahora entiendo bien su nombre, Miss Knute. Me insulta, me llama perro, sucio, gusano de mierda. Me hace salir del maletero con un fuerte tirón de la cadena. Una vez de pie en el suelo, me da dos bofetadas, mientras pronuncia insultos que no soy capaz de traducir. Luego, tira del collar y enganchado a su mano firme recorro a oscuras un pasillo hasta llegar a una habitación con ecos fríos, como metálicos. Entonces me ordena sentar. Siento el tacto frío del asiento, la humedad de mi ropa me pesa y el olor de mis propios líquidos se ha pegado a mi nariz. Me quita las esposas de las manos. Me duelen. Me froto las muñecas. Alivia. Desnúdate, escucho de nuevo su voz. Tiemblo al desabrochar los botones de la chaqueta, los dedos se me enganchan, torpes. Deja la ropa caer al suelo, esclavo, escucho su voz como una amenaza. Noto la chaqueta dura y mojada por el lado derecho sobre el que he estado tendido, como una costra. Luego la corbata. La camisa. Me agacho para quitarme los zapatos y los calcetines. Lo dejo todo en el suelo. Un frío de hielo se instala en la planta de mis pies. Me quito el cinturón y el pantalón, sucio, mojado, maloliente. Los slips empapados.
Una cascada de agua helada cae desde algún lugar en lo alto. Me empapa. Tiemblo de frío y de miedo. El agua escurre sobre mi piel. De pronto la cascada de hielo se detiene. Siento caer las gotas de agua desde la argolla del collar. Aterrizan sobre mi estómago y se deslizan, creando pequeños riachuelos de lluvia que se arremolinan a mis pies. Vuelve a colocar la cadena en mi collar y me arrastra, desnudo y mojado. Un largo pasillo, con ecos de alfombras, y el sonido de una puerta que se abre. Escucho de nuevo la voz de magnolia, suave como un pétalo, ordenándome acercarme a sus pies. A cuatro patas, mi cuello ceñido por la cadena, me acerco a los pies de mi diosa. A mi secuestradora. A mi ama. A mi sueño. Un estremecimiento, como una corriente que me abrasa, me recorre la espalda. Siento como una erección va creciendo entre mis piernas. Siento mi polla emerger entre ellas como un animal hambriento. De pronto un puntapié sobre mis testículos me hace detenerme. Un dolor intenso me paraliza. Quieto, gusano, y su voz pierda la suavidad y se convierte en corteza, en rama dura. Espero, a sus pies, a cuatro patas sobre el suelo helado, sin moverme. Así es como quería verte, esclavo, y su voz de magnolia me llega desde arriba como una torre inaccesible. Un golpe de fusta cae, de pronto, sobre mis nalgas desnudas. Suave al principio, rítmicamente. De pronto aumenta el ritmo y la intensidad. Me duele. Noto mi piel enrojecida. Unas manos enguantadas me acarician las nalgas. Mi excitación crece y se multiplica. Sigue azotándome, sin pausas, con maestría. Un flujo de semen, como magma caliente, va creciendo en mi interior. De pronto, siento como unas manos me cogen por los testículos y aprietan. Dolor. Mucho dolor. La excitación baja y se cae. El magma se ha detenido en alguna fisura. La fusta vuelve a caer pausada sobre mis nalgas, percibo un aroma a sexo húmedo a mi alrededor. Un sexo de mujer. La fusta cae de nuevo sobre mi piel, me lacera, mientras el magma ha vuelto a crecer, mi polla va a romperse de placer. Me envuelvo en ese olor penetrante y ritmo de los golpes aumenta. Se detiene de golpe, unas manos me acarician los glúteos, la espalda.
Percibo un taconeo sordo desplazándose sobre una alfombra. Luego una llave que gira. Una puerta que se abre. Un sonido metálico y un click. De nuevo el taconeo. Ahora vas llevar un cinturón de castidad, para que no hagas guarradas, mi siervo. Siento miedo y excitación, todo a la vez. De pie, gusano, escucho y me incorporo como un resorte. Un objeto metálico envuelve ahora mis testículos, mi polla, casi flácida. Mi trampa.
Miss Knutt toma de nuevo mi cadena y me lleva por el pasillo, a cuatro patas de nuevo. Una puerta que se abre, parada, unas llaves que se agitan. Una puerta metálica que chirría un poco al abrirse. Adentro de la jaula, esclavo, pronunciado como un latigazo. Extiendo los brazos y noto el frío de los barrotes. Una mano desprende la correa de mi collar, y luego el sonido de puerta al cerrarse. Ya estoy dentro. Solo, a oscuras y con el cinturón puesto, ni siquiera puedo excitarme. Intento dormir un poco. Sé que la noche va a ser larga, pero me gusta. Me gusta estar así, atado, recluído y a oscuras. Saber que no puedo excitarme, por ese pinchazo que me taladra los testículos y araña mi glande, me hace enloquecer. Dejo de pensar, me relajo, imagino un bosque en otoño, un arroyo que desciende la montaña, un cielo azul salpicado de nubes. Respiro profundamente, y sigo paseando mi particular bosque, de pronto estoy paseando por la superficie pulida de su pecho, de su cintura, por la puntera de sus botas. ¡Uf! Dejo de pensar en eso, el dolor es demasiado intenso. Y aún así, me gusta.
Un grito me despierta en la oscuridad. He debido quedarme dormido. Oigo voces masculinas, eso no me gusta. Ordenan, gritan, luego se instala de nuevo el silencio. Minutos después, el taconeo rítmico de Miss Knutt, mi diosa, vuelve a llenar el espacio. Una pequeña luz se filtra entre las costuras de mi máscara mientras siento los pasos acercarse hasta mi jaula. Sonido de llaves, percibo su perfume al acercarse. ¡Sal de ahí, perro!, truena su voz, como doblándose sobre mí. Salgo y me mantengo a cuatro patas sobre el suelo. Mi diosa, entonces, me acaricia la espalda, las nalgas, los hombros. Hay ternura en esas manos. Me abandono a ellas. Noto como la piel se me eriza, y de pronto, un chorro de orina se escapa de mi cuerpo, contra mi voluntad, y cae al suelo. No puedo parar. Siento cómo un charco se va formando a mi alrededor. Mis rodillas se mojan con ese líquido caliente. Disfruto esos segundos, la mejor meada de mi vida. Y de pronto, ¡zas! un latigazo me recorre. Sin palabras. Siento caer sobre mi espalda las tiras de cuero, el sonido de serpiente que hiende el aire y va a caer justo entre mis nalgas. El dolor es como una picazón, como una avispa gigantesca que se hubiese instalado entre mis muslos. Me excito de nuevo. El cinturón cumple con su misión y me hiere. Voy a morir de dolor, mi polla protesta, casi la escucho gritar. El aire vuelve a gemir, y la punta del látigo vuelve a caer sobre mi espalda. Una vez y otra, y otra más. El sonido metálico de la correa, que vuelve a engancharse en mi collar. No necesita decir nada, ella tira de mi correa y yo la sigo. Percibo la tensión de la cadena, apenas a un palmo de sus manos. La sigo como un perro a su dueño. Me conduce a una sala donde huele a humedad.
Estoy en la ducha, de nuevo. Ella, entonces, me quita la capucha. Me cuesta abrir los ojos y acostumbrarme a esa claridad que nace del techo. Parpadeo varias veces hasta que mis ojos se acostumbran a la luz. Fulgurante, cenital, intensa. Giro la cabeza y la veo. Al fin. Paseo mi mirada hipnotizada por su cuerpo, sus ojos, su boca. Mi diosa es morena, alta, delgada y con unos ojos de iceberg que me hechizan. Bien elegido el nombre, pienso mientras me acostumbro a la luz. Deslizo la mirada sobre su cuerpo embutido en látex negro, una falda muy corta que deja entrever, a través de unas braguitas de encaje, un sexo depilado, rosado y cálido. De nuevo una erección comienza a apuntar. Ella lo nota y una mano enguantada aterriza sobre mi cara con una bofetada que se escucha por toda la habitación y que palpita en mis oídos con un picor sordo y agudo. No te excites, gusano, y su voz me llena la boca de un sabor amargo. En su muñeca luce una pulsera de plata, con una llave. El agua vuelve a caer sobre mi cuerpo. Esta vez más caliente, casi me quema. Un picor intenso en las zonas castigadas por el látigo. Me seca, con mimo, como haría una madre con su hijo después de una buena reprimenda. Vuelve a colocarme la cadena. Ahora ya estás listo para seguir jugando, perro, y camino sobre el suelo, desnudo y a cuatro patas, mis ojos engarzados en los tacones negros de mi carcelera. Abre la puerta y entro en otro universo. Bajo una luz tenue, adivino al fondo de la sala un trono, elevado sobre el suelo. Cubierto de terciopelo negro, con un enorme respaldo. Túmbate en el suelo, restalla la voz de magnolia embravecida. Me pego al suelo, sobre la alfombra mullida. Cierro los ojos y espero, en silencio. Escucho los latidos espantados de mi corazón. Con la punta de la fusta colocada debajo de mi barbilla, va levantando mi cabeza a su voluntad. Entonces la contemplo, majestuosa, divina, sentada en su trono como una diosa. Los labios rojos, el cabello cayendo indolente sobre sus hombros. El corsé aprisionando su cintura de junco, sus pechos rebosando, espléndidos, y ofrecidos a mis ojos. Y sus botas, negras, brillantes. Tengo una erección proporcional al influjo de su presencia. De pie sobre la plataforma del trono, inmensa y adorable, comienza a azotarme con la fusta. Enloquezco de placer, no dejo de mirar sus ojos, que desbordan un brillo de supernova. Y mi erección vuelve a crecer, me arranca lágrimas. Los ojos al suelo, ordena con esa voz que me cautiva. Adivino los suyos clavados en mi glande. Baja del escalón y me rodea. Sus manos, enguantadas en látex, me acarician las nalgas, los testículos. No puedo más, cierro los ojos y un orgasmo salvaje me inunda.
Vuelvo a la realidad al escuchar su voz. Es tarde, tienes que marcharte. Pero quiero que te lleves de vuelta un regalo especial, dice mi señora. Tiemblo de excitación, imagino mil escenarios distintos, deseo probarlos todos, acercarme a todos. ¡De rodillas hasta que yo te ordene otra cosa, perro!, ordena mi señora y yo obedezco.
Trae una caja. La abre y saca un pequeño strap, de goma, negro. Con una anilla en el extremo. Me lo enseña, y su mirada ya lo dice todo. Lo unta de lubricante y lo introduce, de golpe, hasta lo más profundo de mi culo. Aullaría de dolor, si me atreviese. Y de pronto, lo mueve desde fuera ayudada por la anilla. Aullaría de placer. Coge una cuerda de yute. Me ordena ponerme de pie, por primera vez en horas, no sé cuantas. Las rodillas, doloridas, me sostienen a duras penas. Sus manos, ahora sin guantes, enlazan la cuerda en la anilla que sobresale entre mis nalgas y va anudando mi cintura, mis muslos, entorno a ese anclaje colocado en mi culo. Una karada que va ciñéndome, provocándome oleadas de placer al sentir el roce de la cuerda sobre mi piel, y sus manos, rodeándome. Luego se retira un poco y me contempla. Perfecto, ya puedes volver a casa, escucho su voz de pétalo suave de magnolia a mi espalda.
Me contemplo, disfruto de los nudos, de la visión de mi cuerpo enredado en esa cuerda que han puesto sus manos. Tendrás que volver a España con eso puesto; a la oficina, y no te lo quitarás hasta que yo te lo ordene. Recibirás mi llamada. Hay una pizca de diversión, de picardía, en su voz. Sí, mi ama. Esperaré por tu voz, le digo.
Sentado en un asiento de pasillo en el avión de vuelta a casa, recuerdo las horas que han pasado en su presencia, mi sueño, al fin hecho realidad. Vuelvo a excitarme. Una azafata se coloca a mi lado y me ofrece algo de beber. La miro, tan insulsa, tan muñeca, y pienso en mi ama, en su voz de pétalos de magnolia, en la casi imperceptible cojera que sólo he apreciado al marcharme. Una oleada de placer, me recorre de nuevo. Sé que he mojado mis pantalones, mi preciosa karada se pegará a mi piel. Hasta que ella me llame.
La azafata, creyéndose depositaria de aquella mirada de placer, sonríe y me mira con desprecio. ¡Si ella supìera!
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