martes, 14 de agosto de 2012

La Asimetría de las Magnolias

Hace unos cuantos años tuve la oportunidad de pasar un tiempo Madame Kyra, una excepcional mujer, con la que viví alguna inolvidable experiencia.

Un día, cometí el maravilloso error de contarle a a mi querida Amanda Manara una de esas aventuras y el resultado, de la mano de su pluma, fué este.

Cualquier parecido con la realidad NO es pura coincidencia.


La Asimetría de las Magnolias

Dentro del maletero del coche. Esposado de pies y manos, una bola en la boca y con una máscara que me cubre el rostro. Estoy muerto de miedo. Un miedo que se expande, crece, me arranca lágrimas, me estremece, me derrota. Sin darme cuenta, acabo de mearme encima. Un líquido caliente me moja los pantalones, se escurre hasta la moqueta y lo empapa todo. Algo parecido a la locura se instala en mis neuronas. Estoy perdido, solo y abandonado a ella. De pronto, como si una mano gigantesca apartase el miedo, un rayo de deseo invade este espacio donde yazco, pequeño y oscuro. Noto cómo una erección salvaje, primitiva, se va apoderando de mí. Algo enorme que va creciendo. Ella conduce deprisa, sin preocuparse de mí. En cada curva me golpeo contra las paredes. Da muchas curvas. Cada movimiento del coche me arrastra más lejos. Acerco mis manos, esposadas, hasta mi sexo y el contacto del metal con mi polla inmensa me hace estallar. Un orgasmo largo que me rompe, aúllo dentro de la máscara negra. Tiemblo. Sudo. Empapado en orina y semen. Algo muy parecido al nirvana  va ocupando un lugar en cada una de mis células. Pierdo la noción del tiempo. El espacio ha desaparecido. Vuelvo a mi infancia, a aquella alacena oscura  donde me escondía de mi madre. Aquel espacio, como un útero enorme cargado de olores incitantes, acurrucado al fondo, en el espacio más oscuro. Esperando que algún sonido me delatase. Esperando la aparición de esas manos que me azotarían con la suela de la zapatilla, para salir corriendo hacia mi cuarto y disfrutar esa sensación. Tenía cinco años, nunca lo olvidaré, la primera vez que me escondí en la despensa.


Tengo frío, no sé cuanto tiempo llevo aquí metido. Como un bucle de tiempo, me veo bajar del taxi, frente al número tres de Joaquimstrasse. El corazón me cabalga con furia. Sí, no hay error, aquí está el parking que busco. Estoy tan nervioso que no encuentro la entrada de peatones del aparcamiento. Doy una vuelta por la acera, y decido entrar por el acceso de coches. Un conductor rubio y enorme me dirige una mirada reprobatoria. Los alemanes son así de perfectos. Entrada de vehículos. Y soy un peatón. Espero que no se note el ansia que me guía. La oscuridad del interior me tranquiliza. Busco la plaza que me han indicado.  Tengo miedo. Una masa viscosa parece haberse apoderado de mis neuronas, incapaces de pensar con claridad. Al fin lo veo, la plaza cuarenta y nueve. Coloco el pie izquierdo sobre la línea que forma el cuatro, y el derecho ajustado al borde del número nueve. Las piernas ligeramente abiertas. Cuarenta y nueve. Dos números pintados en el suelo, de color amarillo, y de frente la pared, blanca. Es todo lo que puedo ver. Los nervios al borde del precipicio, el estómago convertido en un amasijo que se retuerce y me oprime el pecho. Una amarga desazón se ha apoderado de mí desde que bajé del avión. Colócate de frente a la pared en la plaza número cuarenta y nueve. No mires hacia atrás ni una sola vez o todo habrá terminado. Ese el mensaje que pude leer cuando descendí del avión en esta ciudad que no conozco. Escucho moverse un coche, las ruedas emiten un lamento como de animal herido sobre este pavimento pulido y húmedo. Se aleja. Respiro de nuevo. Algo muy parecido al arrepentimiento comienza a surgir desde el fondo, amagando con invadirme. Pienso en positivo, no me dejo llevar por esa sensación. Llevo meses esperando este momento, ahora hay que aguantar, esperar. Pienso en su voz, pétalo de magnolia, y me olvido de donde estoy. Estoy en sus manos, absolutamente. Puede ocurrir cualquier cosa. Con los ojos cerrados y todos los sentidos alerta, escucho los sonidos lejanos de coches que se mueven. Un edificio de oficinas en el centro de Hannover, impersonal. Miro el reloj, llevo casi veinte minutos aquí parado, de pie, esperando. Ella puede venir cuando quiera, en cualquier momento, dentro de dos horas o de cinco. Son sus condiciones y yo las he aceptado. Las he firmado incluso. Soy enteramente suyo, puede hacer conmigo lo que quiera. La he soñado tantas veces que algo comienza a removerse dentro de mí. El miedo ha crecido, ahora inunda cada rincón. Debo estar loco, ¿qué demonios hago aquí, en una ciudad que no conozco, en un país que no es el mío? Y el fortunón que he pagado por ello. Trato de quitarme esa idea de la cabeza. Estoy aquí porque yo lo he elegido. El sonido de un coche va creciendo hasta acercarse hasta esta plaza donde estoy. Siento que me voy desmayar. El coche se detiene justo a mis espaldas. Mis piernas se doblan, casi hasta caer, tengo que hacer un esfuerzo inmenso por mantenerme en pie. Se abre la puerta, produce un sonido compacto, de coche caro, grande. El motor sigue encendido. El sonido sordo y rítmico del motor es lo único que es escucha. De pronto, unos tacones taladran el aire. Es ella. Lo sé, lo siento en el aire, moléculas de perfume se han esparcido a mi alrededor. Se acerca a mí. Tiemblo. Buen chico, escucho su voz, por primera vez junto a mi oído. Pronuncia un no te muevas, que me azota como un látigo. Una bola se instala en mi boca, mi nuca se estremece al contacto con un material suave y frío. Una capucha. Ahora cubre toda mi cara. Algo se rompe dentro de mí, como un girón de nubes que se abre dejando ver un cielo limpio. Se ha roto el miedo, entre sus fibras abiertas comienza a aparecer el deseo. Ahora unas esposas. El mundo se ha constreñido a su olor, a su voz. Me dirige con mano firme hasta el coche, que ronronea a un par de metros. Un click y algo que se abre. Me guía con sus manos hasta dentro del maletero. Es grande, estoy casi cómodo. Entonces me esposa los pies. Luego, de golpe, cierra el portón del maletero y escucho su taconeo. Arranca deprisa, rechinando las ruedas en el cemento del parking. Ya estoy. Ya soy suyo.

El sonido seco del coche al detenerse me hace volver a la realidad. El familiar taconeo se acerca hasta el maletero. Lo abre. Me quita las esposas de los pies. La voz de pétalo de magnolia me ordena salir. Estoy entumecido por la postura casi fetal que he adoptado. Entumecido, húmedo y ciego. La máscara cubre mi rostro. Consigo ponerme en pie. Unas manos se ciñen en mi cuello y siento cómo me colocan un collar. Luego el familiar sonido de una cadena enganchada al collar y un ligero tirón. Su voz me azota como un látigo, ahora entiendo bien su nombre, Miss Knute. Me insulta, me llama perro, sucio, gusano de mierda. Me hace salir del maletero con un fuerte tirón de la cadena. Una vez de pie en el suelo, me da dos bofetadas, mientras pronuncia insultos que no soy capaz de traducir. Luego, tira del collar y enganchado a su mano firme recorro a oscuras un pasillo hasta llegar a una habitación con ecos fríos, como metálicos. Entonces me ordena sentar. Siento el tacto frío del asiento, la humedad de mi ropa me pesa y el olor de mis propios líquidos se ha pegado a mi nariz. Me quita las esposas de las manos. Me duelen. Me froto las muñecas. Alivia. Desnúdate, escucho de nuevo su voz. Tiemblo al desabrochar los botones de la chaqueta, los dedos se me enganchan, torpes. Deja la ropa caer al suelo, esclavo, escucho su voz como una amenaza. Noto la chaqueta dura y mojada por el lado derecho sobre el que he estado tendido, como una costra. Luego la corbata. La camisa. Me agacho para quitarme los zapatos y los calcetines. Lo dejo todo en el suelo. Un frío de hielo se instala en la planta de mis pies. Me quito el cinturón y el pantalón, sucio, mojado, maloliente. Los slips empapados.

Una cascada de agua helada cae desde algún lugar en lo alto. Me empapa. Tiemblo de frío y de miedo. El agua escurre sobre mi piel. De pronto la cascada de hielo se detiene. Siento caer las gotas de agua desde la argolla del collar. Aterrizan sobre mi estómago y se deslizan, creando pequeños riachuelos de lluvia que se arremolinan a mis pies. Vuelve a colocar la cadena en mi collar y me arrastra, desnudo y mojado. Un largo pasillo, con ecos de alfombras, y el sonido de una puerta que se abre. Escucho de nuevo la voz de magnolia, suave como un pétalo, ordenándome acercarme a sus pies. A cuatro patas, mi cuello ceñido por la cadena, me acerco a los pies de mi diosa. A mi secuestradora. A mi ama. A mi sueño. Un estremecimiento, como una corriente que me abrasa, me recorre la espalda. Siento como una erección va creciendo entre mis piernas. Siento mi polla emerger entre ellas como un animal hambriento. De pronto un puntapié sobre mis testículos me hace detenerme. Un dolor intenso me paraliza. Quieto, gusano, y su voz pierda la suavidad y se convierte en corteza, en rama dura. Espero, a sus pies, a cuatro patas sobre el suelo helado, sin moverme. Así es como quería verte, esclavo, y su voz de magnolia me llega desde arriba como una torre inaccesible. Un golpe de fusta cae, de pronto, sobre mis nalgas desnudas. Suave al principio, rítmicamente. De pronto aumenta el ritmo y la intensidad. Me duele. Noto mi piel enrojecida. Unas manos enguantadas me acarician las nalgas. Mi excitación crece y se multiplica. Sigue azotándome, sin pausas, con maestría. Un flujo de semen, como magma caliente, va creciendo en mi interior. De pronto, siento como unas manos me cogen por los testículos y aprietan. Dolor. Mucho dolor. La excitación baja y se cae. El magma se ha detenido en alguna fisura. La fusta vuelve a caer pausada sobre mis nalgas, percibo un aroma a sexo húmedo a mi alrededor. Un sexo de mujer. La fusta cae de nuevo sobre mi piel, me lacera, mientras el magma ha vuelto a crecer, mi polla va a romperse de placer. Me envuelvo en ese olor penetrante y ritmo de los golpes aumenta. Se detiene de golpe, unas manos me acarician los glúteos, la espalda.


Percibo un taconeo sordo desplazándose sobre una alfombra. Luego una llave que gira. Una puerta que se abre. Un sonido metálico y un click. De nuevo el taconeo. Ahora vas llevar un cinturón de castidad, para que no hagas guarradas, mi siervo. Siento miedo y excitación, todo a la vez. De pie, gusano, escucho y me incorporo como un resorte. Un objeto metálico envuelve ahora mis testículos, mi polla,  casi flácida. Mi trampa.

Miss Knutt toma de nuevo mi cadena y me lleva por el pasillo, a cuatro patas de nuevo. Una puerta que se abre, parada, unas llaves que se agitan. Una puerta metálica que chirría un poco al abrirse. Adentro de la jaula, esclavo, pronunciado como un latigazo. Extiendo los brazos y noto el frío de los barrotes. Una mano desprende la correa de mi collar, y luego el sonido de puerta al cerrarse. Ya estoy dentro. Solo, a oscuras y con el cinturón puesto, ni siquiera puedo excitarme. Intento dormir un poco. Sé que la noche va a ser larga, pero me gusta. Me gusta estar así, atado, recluído y a oscuras. Saber que no puedo excitarme, por ese pinchazo que me taladra los testículos y araña mi glande,  me hace enloquecer. Dejo de pensar, me relajo, imagino un bosque en otoño, un arroyo que desciende la montaña, un cielo azul salpicado de nubes. Respiro profundamente, y sigo paseando mi particular bosque, de pronto estoy paseando por la superficie pulida de su pecho, de su cintura, por la puntera de sus botas. ¡Uf! Dejo de pensar en eso, el dolor es demasiado intenso. Y aún así, me gusta.

Un grito me despierta en la oscuridad. He debido quedarme dormido. Oigo voces masculinas, eso no me gusta. Ordenan, gritan, luego se instala de nuevo el silencio. Minutos  después, el taconeo rítmico de Miss Knutt, mi diosa, vuelve a llenar el espacio. Una pequeña luz se filtra entre las costuras de mi máscara mientras siento los pasos acercarse hasta mi jaula. Sonido de llaves, percibo su perfume al acercarse. ¡Sal de ahí, perro!, truena su voz, como doblándose sobre mí. Salgo y me mantengo a cuatro patas sobre el suelo. Mi diosa, entonces, me acaricia la espalda, las nalgas, los hombros. Hay ternura en esas manos. Me abandono a ellas. Noto como la piel se me eriza, y de pronto, un chorro de orina se escapa de mi cuerpo, contra mi voluntad, y cae al suelo. No puedo parar. Siento cómo un charco se va formando a mi alrededor. Mis rodillas se mojan con ese líquido caliente. Disfruto esos segundos, la mejor meada de mi vida. Y de pronto, ¡zas! un latigazo me recorre. Sin palabras. Siento caer sobre mi espalda las tiras de cuero, el sonido de serpiente que hiende el aire y va a caer justo entre mis nalgas. El dolor es como una picazón, como una avispa gigantesca que se hubiese instalado entre mis muslos. Me excito de nuevo. El cinturón cumple con su misión y me hiere. Voy a morir de dolor, mi polla protesta, casi la escucho gritar. El aire vuelve a gemir, y la punta del látigo vuelve a caer sobre mi espalda. Una vez y otra, y otra más. El sonido metálico de la correa, que vuelve a engancharse en mi collar. No necesita decir nada, ella tira de mi correa y yo la sigo. Percibo la tensión de la cadena, apenas a un palmo de sus manos. La sigo como un perro a su dueño. Me conduce a una sala donde huele a humedad.

Estoy en la ducha, de nuevo. Ella, entonces, me quita la capucha. Me cuesta abrir los ojos y acostumbrarme a esa claridad que nace del techo. Parpadeo varias veces hasta que mis ojos se acostumbran a la luz. Fulgurante, cenital, intensa. Giro la cabeza y la veo. Al fin. Paseo mi mirada hipnotizada por su cuerpo, sus ojos, su boca.  Mi diosa es morena, alta, delgada y con unos ojos de iceberg que me hechizan. Bien elegido el nombre, pienso mientras me acostumbro a la luz. Deslizo la mirada sobre su cuerpo embutido en látex negro, una falda muy corta que deja entrever, a través de unas braguitas de encaje,  un sexo depilado, rosado y cálido. De nuevo una erección comienza a apuntar. Ella lo nota y una mano enguantada aterriza sobre mi cara con una bofetada que se escucha por toda la habitación y que palpita en mis oídos con un picor sordo y agudo. No te excites, gusano, y su voz  me llena la boca de un sabor amargo. En su muñeca luce una pulsera de plata, con una llave. El agua vuelve a caer sobre mi cuerpo. Esta vez más caliente, casi me quema. Un picor intenso en las zonas castigadas por el látigo. Me seca, con mimo, como haría una madre con su hijo después de una buena reprimenda. Vuelve a colocarme la cadena. Ahora ya estás listo para seguir jugando, perro, y camino sobre el suelo, desnudo y a cuatro patas, mis ojos engarzados en los tacones negros de mi carcelera. Abre la puerta y entro en otro universo. Bajo una luz tenue, adivino al fondo de la sala un trono, elevado sobre el suelo. Cubierto de terciopelo negro, con un enorme respaldo. Túmbate en el suelo, restalla la voz de  magnolia embravecida. Me pego al suelo, sobre la alfombra mullida. Cierro los ojos y espero, en silencio. Escucho los latidos espantados de mi corazón. Con la punta de la fusta colocada debajo de mi barbilla, va levantando mi cabeza a su voluntad. Entonces la contemplo, majestuosa, divina, sentada en su trono como una diosa. Los labios rojos, el cabello cayendo indolente sobre sus hombros. El corsé aprisionando su cintura de junco, sus pechos rebosando, espléndidos, y ofrecidos a mis ojos. Y sus botas, negras, brillantes. Tengo una erección proporcional al influjo de su presencia. De pie sobre la plataforma del trono, inmensa y adorable,  comienza a azotarme con la fusta. Enloquezco de placer, no dejo de mirar sus ojos, que desbordan un brillo de supernova. Y mi erección vuelve a crecer, me arranca lágrimas. Los ojos al suelo, ordena con esa voz que me cautiva. Adivino los suyos clavados en mi glande. Baja del escalón y me rodea. Sus manos, enguantadas en látex, me acarician las nalgas, los testículos. No puedo más, cierro los ojos y un orgasmo salvaje me inunda. 

Vuelvo a la realidad al escuchar su voz.  Es tarde, tienes que marcharte. Pero quiero que te lleves de vuelta un regalo especial, dice mi señora. Tiemblo de excitación, imagino mil escenarios distintos, deseo probarlos todos, acercarme a todos. ¡De rodillas hasta que yo te ordene otra cosa, perro!, ordena mi señora y yo obedezco.


Trae una caja. La abre y saca un pequeño strap, de goma, negro. Con una anilla en el extremo. Me lo enseña, y su mirada ya lo dice todo. Lo unta de lubricante y lo introduce, de golpe, hasta lo más profundo de mi culo. Aullaría de dolor, si me atreviese. Y de pronto, lo mueve desde fuera ayudada por la anilla. Aullaría de placer. Coge una cuerda de yute. Me ordena ponerme de pie, por primera vez en horas, no sé cuantas. Las rodillas, doloridas, me sostienen a duras penas.  Sus manos, ahora sin guantes, enlazan la cuerda en la anilla que sobresale entre mis nalgas y va anudando mi cintura, mis muslos, entorno a ese anclaje colocado en mi culo. Una karada que va ciñéndome, provocándome oleadas de placer al sentir el roce de la cuerda sobre mi piel, y sus manos, rodeándome.  Luego se retira un poco y me contempla. Perfecto, ya puedes volver a casa, escucho su voz de pétalo suave de magnolia a mi espalda.

Me contemplo, disfruto de los nudos, de la visión de mi cuerpo enredado en esa cuerda que han puesto sus manos. Tendrás que volver a España con eso puesto; a la oficina, y no te lo quitarás hasta que yo te lo ordene. Recibirás mi llamada. Hay una pizca de diversión, de picardía, en su voz. Sí, mi ama. Esperaré por tu voz, le digo.


Sentado en un asiento de pasillo en el avión de vuelta a casa, recuerdo las horas que han pasado en su presencia, mi sueño, al fin hecho realidad. Vuelvo a excitarme. Una azafata se coloca a mi lado y me ofrece algo de beber. La miro, tan insulsa, tan muñeca, y pienso en mi ama, en su voz de pétalos de magnolia, en la casi imperceptible cojera que sólo he apreciado al marcharme. Una oleada de placer, me recorre de nuevo. Sé que he mojado mis pantalones, mi preciosa karada se pegará a mi piel. Hasta que ella me llame.

La azafata, creyéndose depositaria de aquella mirada de placer, sonríe y me mira con desprecio. ¡Si ella supìera!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Impresionante, me ha dejado temblando.

Boira